La humanidad, en su andar desenfrenado, ha dejado de ser hija del planeta para convertirse en su verdugo. Su actuar voraz, su visión antropocéntrica y su lógica de dominación han causado estragos irreversibles en la flora, la fauna y los ecosistemas que sostienen la vida. Nos comportamos como una especie suicida, que no solo cava su propia tumba, sino que arrastra consigo al resto de los seres vivos.
¿Es la humanidad agresora por naturaleza? Tal vez no. Pero lo cierto es que, sin control, sin ética planetaria, se ha convertido en una fuerza destructiva, una maquinaria ciega que arrasa selvas, contamina océanos, envenena el aire y desfigura la Tierra. La especie que se creyó centro del universo ha olvidado que gira en torno a un planeta que no le pertenece.
Necesitamos un freno. Un alto en el camino. No para detener el progreso, sino para cambiar su rumbo. No para volver al pasado, sino para abrirle paso a un futuro consciente, armónico, regenerativo. El problema no es el humano, sino la humanidad desbocada, sin límites, sin conexión con el todo. Es la humanidad que se cree diosa, cuando en realidad es apenas una chispa dentro del gran fuego de la vida.
Debemos desmantelar la visión antropofágica que nos consume. Ese pensamiento que nos pone en el centro y reduce todo lo demás a recurso o decoración. No somos los únicos. No somos el eje del universo. El verdadero eje, al menos de nuestro mundo conocido, es la Tierra. Y debemos defenderla. Incluso —y especialmente— de nosotros mismos.
Es hora de una nueva visión, de una nueva ética. Una humanidad solarista, que se reconozca parte de la vida, no su dueña. Que construya en vez de destruir. Que escuche al planeta y actúe en su defensa. El cambio no es una opción: es una urgencia.
Porque detenerse, hoy, no es rendirse. Es resistir al abismo. Es cuidar la vida.
Lubio Lenin Cardozo