Teofrasto de Eresos (ciudad de la isla de Lesbos, Grecia, 372-288 a J.C.), filosofo peripatético, discípulo de Aristóteles y sucesor de éste en la rectoría del Lyceo, se ocupo con el rigor lógico aprendido de su Maestro, de las plantas. Viajo por las costas mediterráneas de África: Egipto, la Cirenaica (hoy Libia), Siria, para recopilar especies vegetales; luego, ya en los cubículos del Lyceo de Atenas, las compararía, analizaría, las entrelazaría con la botánica helénica.
Descubrió, entre muchas verdades del reino del verdor, como los árboles, la hierbas sativas han contribuido de manera ostensible en el tejido, en la relación cultural, entre los diversos pueblos del entorno geográfico conocido para ese entonces, en los niveles de la agricultura, farmacopea, industrias, arquitectura -las columnas hechas con los cedros del Líbano-, arte, mitología y en la poesía. Se conservan, favorablemente, de Teofrasto aun dos de sus libros de botánica, su Investigaciones sobre plantas, su Tratado de las causas de la vegetación,
estudios muy serios desarrollados mediante la metodología de la episteme griega de la escuela aristotélica.
Después de Teofrasto se publicaron diversos volúmenes sobre esta ciencia en Occidente aunque solo representaron meros aportes cuantitativos. Será esta vez en el siglo dieciocho de nuestra era, cuando se repite una sorprendente eclosión sobre estos saberes, el salto botánico aportado por Carlos Linneo (Suecia, 1707-1778).
Descubrió este acucioso científico -¡por fin!- el único método cabal de clasificación del reino vegetal con base a una sistematización de los órganos sexuales de las plantas. Entendió así mismo Linneo –al manejar la pluralidad de especimenes venidos de disímiles partes del planeta- la importancia de los árboles en el fortalecimiento de la dinámica de las relaciones de las sociedades humanas. Parte de estas investigaciones integran dos de sus grandes obras rotuladas Sistemas de la naturaleza, Fundamentos de botánica.
Pero ¿Cómo tejen los árboles la historia del humanus? He aquí un ejemplo ofrecido por el mismo Linneo: Cuando sobre su mesa en el laboratorio, para su estudio, le obsequiaron una rama de guayabo
–con sus hojas, sus flores, sus frutas- procedentes de las selváticas planicies del Orinoco, el botánico se admiro por lo apetitosa de su fruta, el penetrante aroma, su gustoso colorido más por sobre todo sus abundantes semillitas: este ultimo detalle trajo de inmediato a su memoria otra fruta originaria de las tierras mediterráneas de África, la granada.
Vinculó por este recuerdo, mediante un gracioso ludismo etimológico, a los dos árboles productores de dichas pomas, aunque Linneo sabia muy bien la distancia taxonómica entre ambas plantas –la primera es Psidium es la versión latina del vocablo griego side, nombre del granado en esa lengua.
Aparecía así en el glosario botánico un injerto solo nominativo, un enlace nunca proveniente, de la scientia amabilis sino de lo afectivo, del homenaje, de las remembranzas culturales de Linneo al enhebrar un árbol novomundano genesiatico de las florestas orinoquenses de la Zona Tórrida, de la poetizada por Andrés Bello con su “Salve, fecunda zona, / que al sol enamorado circunscribes"”... el Nuevo Mundo, con otro, el granado cuya ascendencia histórica, mitológica, se disemina en antiquísimas civilizaciones agrarias de los pueblos mediterráneos, el taxonomizado por Linneo Punica granatum L., de la familia vegetal Punicaceae.
El guayabo propiamente abolengo artístico, referencias mitológicas nunca ha poseído. Aunque por su descomunal abundancia, otrora, en las extensas sabanas selváticas situadas al sur de Orinoco dotó de un nombre a esas regiones: Guayana. Guayana significa “tierra de la guayaba” en al lengua de los primigenios íncolas de esos bosques.
Sin embargo, este esbelto árbol autóctono si una vez dejo oír su voz, la escucho un poeta de Los Andes merideños (Venezuela), y una oda al guayabo compuso, un eco-poema,
“El árbol
un árbol
que mi escudo lleve un árbol,
que sea mi referencia totèmica,
un àrbol,
que se nos conozca
por defensores de algún árbol,
vale la huelga
la marcha
la excomunión
por un árbol.
Quiero ser arruyado
en mi lecho final
por aquel árbol de guayabas
en el potrero del universo.
Rezongare
Y mi revolución será siempre
Guayaba color árbol.”
Poema de Alejandro Cardozo Uzcategui (Mérida, Venezuela, cardozouzcategui@gmail.com).
Más también la voz “guayabo” pasó a las composiciones melódicas del folklore venezolano con una resonancia muy singular: esencia el plano evocado de una metáfora expresante del doloroso recuerdo erótico, de la nostalgia del amor no realizado. Grata esta estrofa de pie quebrado,
“Si dices que te vas lejos
ay caramba
no te olvides del pasado.
De un amor que se ha querido
ay caramba
siempre le queda el guayabo.”
En fin, de modo categórico Teofrasto, Linneo, otros muchos botánicos prueban el poder civilizatorio de los árboles, arbustos, hierbas; su continuo entrelazar las culturas de pueblos disímiles, apuntando siempre al beneficio del humano, en todas las estructuras materiales o espirituales de la organización social.
¿Es tan difícil entender esto? ¿Es tan complejo acaso discernir que la contienda entre la civilización y el Planeta Azul debe convertirse, a la mayor brevedad, en una convivencia para la sana obtención de beneficios recíprocos, de utilidades equiparables, de tomar pero de inmediato retribuir, de intercambio de riquezas en una relativa equivalencia, entre la Tierra y la civilización?...
¿Que las madereras, los aserraderos necesitan árboles? Pues bien, ¡Siémbrenlos! No se los roben mas al bosque, a la vida silvestre. No de otra manera podrá ser el proceso en cuanto implica esta impostergable compensación entre los dos vivires, el del Planeta, el del humanus. El necesario encuentro, diferentemente. ¿Es tan difícil entender esto?.
Por Lubio Cardozo. Eco-Poeta y ensayista venezolano.
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