Tras haber encontrado la comunidad solariana en las montañas del sur, el Eternauta supo que su misión no había terminado. Aquella ciudad alimentada por el Sol era un oasis, sí, pero el resto del mundo seguía sumido en el invierno perpetuo, azotado por la nevada tóxica, por los invasores sin rostro y por el olvido de lo esencial.
Los sabios de la cúpula le entregaron un artefacto singular: el prisma heliogénico, una joya tecnológica capaz de condensar, almacenar y reproducir la energía solar incluso en los lugares más oscuros. Le encomendaron la misión de sembrar núcleos solares móviles en los corazones aún vivos de la humanidad. Así comenzaría la gran reiluminación del planeta.
El Eternauta partió. No era ya solo un viajero del tiempo: era un emisario del Sol.
En las ruinas de Marsella, ayudó a una comunidad a instalar paneles solares plegables rescatados de un satélite abandonado. En lo que quedaba de Dakar, transformó los restos de un estadio en un campo de captación solar comunitario. En las cúpulas rotas de Toronto, sembró microreactores solares autónomos entre bibliotecas y hospitales aún en pie.
La gente comenzó a reunirse, no por miedo, sino por la luz. Cada nodo solar encendido se convertía en un poema en tiempo real, una estrofa viviente del devenir solarista que anunciaba que el fin de una era no era el fin del mundo.
Y entonces, como si el Sol respondiera a ese llamado, el cielo comenzó a cambiar. No de golpe. Pero lentamente, las nubes eternas se fueron disolviendo. No por magia. Por tecnología, por voluntad, por amor planetario. El mundo no fue salvado por un héroe, sino por una red de conciencias despiertas que comprendió que la verdadera revolución no es dominar al otro, sino alimentar a todos desde una fuente común.
El Eternauta, al mirar ese amanecer, no supo si era el primero del nuevo tiempo o el último del viejo mundo. Pero sonrió. Y en ese instante, su figura se desmaterializó en miles de partículas solares, esparciéndose por el aire.
Desde entonces, cada panel que capta la luz, cada comunidad que enciende su noche con el Sol, cada niño que dibuja un astro con una casa debajo... es un fragmento del Eternauta. No murió. Se volvió energía.
Lubio Lenin Cardozo
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