Los Neomarcianos son los herederos de una humanidad que, frente al colapso ambiental del siglo XXVIII, eligió el escape en lugar de la redención. No fueron seleccionados por virtud, sino por riqueza. Los más poderosos, amparados en una tecnocracia elitista, construyeron ciudades subterráneas y cúpulas terraformadas en Marte, abandonando la Tierra como si fuera un cadáver agotado.
Durante siglos, cultivaron una narrativa de supremacía: se llamaron a sí mismos “la nueva humanidad”, convencidos de que habían trascendido los límites biológicos, éticos y naturales de su especie.
Pero bajo sus ciudades marcianas, la oscuridad creció. Su tecnología evolucionó sin alma. Se convirtieron en seres hipertecnificados, incapaces de vivir sin sus prótesis cibernéticas, suplantando emociones por algoritmos de eficiencia y dominio.
Su odio hacia la Tierra no es nuevo, es ancestral. Ver que el planeta se regeneró sin ellos —gracias a los Solarianos, a Solian, y a la alianza de luz—, hiere su orgullo y amenaza su relato de superioridad. La Tierra era un símbolo de fracaso. Verla florecer, brillar, cantar nuevamente, despierta en ellos un deseo primitivo: reclamar lo que creen que les pertenece.
Como filibusteros del futuro, los Neomarcianos quieren saquear el nuevo renacer, extraer la energía solar cultivada por siglos de sabiduría, derribar las ciudades vivas, y reinstaurar su dominio tecnofósil. Su invasión no es sólo por territorio: es por venganza simbólica. No soportan que una humanidad solar haya triunfado sin ellos.
Y liderados por el oscuro Capitán Carbón —vestigio ardiente del pasado fósil— no sólo quieren reconquistar la Tierra: quieren apagar su Sol.
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